Elder Scrolls
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Príncipe mendigo
El relato de Wheedle
y sus dones de su señoría daédrica Namira

Menospreciamos a los mendigos del Imperio. Ese ejército de almas descarriadas compuesto por los pobres y desvalidos. Cada ciudad tiene los suyos, la mayoría tan míseros que solo poseen las ropas que llevan puestas y se alimentan de las migajas que tiramos los demás. Y con unas monedas nos permitimos no pensar demasiado en su desgracia.

Imaginad mi sorpresa cuando llegó a mis oídos la leyenda del príncipe mendigo. No podía ni imaginarme lo que encerraba el título de príncipe de los mendigos. Esa es la historia que procedo a relatar. Sucedió en la Primera Era, cuando los dioses caminaban como hombres y los daedra asolaban la tierra con toda impunidad antes de ser confinados en Oblivion.

* * *

Había una vez un hombre llamado Wheedle, aunque quizás fuera una mujer (la leyenda no deja nada claro ese punto). Wheedle era el decimotercer hijo de un rey de Bosque Valen. Por su posición, no heredaría el trono ni propiedad o riqueza alguna.

Así que Wheedle se marchó de palacio en busca de gloria y fortuna. Tras pasar muchos días recorriendo caminos de bosques interminables y aldeas diminutas, se encontró con una mendiga a la que rodeaban tres hombres. Nada se veía de la vagabunda, ya que estaba envuelta en harapos de pies a cabeza.

Con un grito de furia e indignación, Wheedle se abalanzó contra ellos espada en mano. Como eran pueblerinos armados tan solo con horcas y guadañas, huyeron de inmediato al ver su armadura y su brillante espada.

«Gracias por salvarme la vida», dijo resollando la mendiga bajo sus sucios andrajos, cuyo hedor Wheedle apenas era capaz de soportar.

«¿Cómo te llamas, desdichada?», preguntó Wheedle.

«Me llamo Namira».

A diferencia de los lugareños, Wheedle había recibido cierta educación y conocía ese nombre que tan poco decía a los demás.

«¡Su señoría daédrica!», exclamó Wheedle. «¿Por qué les has permitido acosarte? Podrías haber acabado con ellos con tan solo un susurro».

«Me complace ver que sabes quién soy», dijo con aspereza Namira. «Los pueblerinos a menudo me increpan. Me agrada comprobar que, si no por mi nombre, se me conoce por mis cualidades».

Wheedle sabía que Namira era la señoría daédrica de todas las cosas repulsivas e inmundas, y dominaba enfermedades como la lepra y la gangrena. Donde otros habrían visto peligro, Wheedle intuía su oportunidad.

«¡Gran Namira, déjame convertirme en tu aprendiz! Solo te pido poderes tales que me permitan hacer fortuna y forjarme un nombre que perdure durante siglos».

«No. Prefiero vagar por el mundo sin compañía. No necesito ningún aprendiz».

Namira emprendió su camino despacio, arrastrando los pies. Wheedle no pensaba desistir. De un salto, echó a andar tras Namira y continuó insistiendo para que lo tomara como aprendiz sin descanso durante 33 días y 33 noches. Namira no decía nada, pero Wheedle era incansable.

Cuando por fin se quedó sin voz, Namira miró hacia atrás posando sus ojos en la silenciosa figura. Wheedle se arrodilló a sus pies en el lodo, con las manos alzadas en acto de súplica.

«Parece que has completado tu aprendizaje después de todo», sentenció Namira. «Te concederé lo que me pides».

Wheedle estaba encantado.

«Te otorgo el poder de la enfermedad. Podrás padecer cualquier dolencia que gustes y cambiarla a voluntad, siempre y cuando tenga síntomas visibles, aunque siempre deberás mostrar una como mínimo».

«Te otorgo el poder de la compasión. Podrás suscitar lástima en todo aquel que te vea».

«Por último, te otorgo el poder de la indiferencia. Podrás hacer que otros ignoren tu presencia».

Wheedle quedó horrorizado. De esos dones no podía conseguirse fortuna alguna. No eran sino maldiciones: temible cada una por sí sola, pero algo inimaginable cuando se unían.

«¿Cómo podré forjarme un nombre y reunir una fortuna con estos terribles presentes?».

«Del mismo modo que has suplicado a mis pies durante 33 días y 33 noches, deberás mendigar tu fortuna en las ciudades de los hombres. Tu nombre será legendario entre los indigentes de Tamriel. La historia de Wheedle, príncipe de los mendigos, se transmitirá de generación en generación».

Tal y como predijo Namira, Wheedle era un mendigo irresistible. Nadie podía ver al pobre desdichado sin resistirse a echarle una moneda. Wheedle descubrió también que el poder de la indiferencia le daba acceso a todos los secretos del reino. Sin darse cuenta, la gente comentaba cosas importantes cerca de él, por lo que llegó a conocer las idas y venidas de cada uno de los habitantes de la ciudad.

Incluso hoy día se suele decir que, para descubrir cualquier cosa, lo mejor es preguntar a los mendigos, ya que tienen ojos y oídos por toda la ciudad, y conocen los secretos más íntimos y ocultos de todos los ciudadanos.

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