Elder Scrolls
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La pequeña aldea de Lorikh era una tranquila y pacífica comunidad dwemeri enclavada en los parduzcos peñascos y dunas de Dejasyte. En Lorikh no crecía vegetación alguna, aunque se veían por todo el poblado restos ennegrecidos de altos árboles muertos. Al llegar en caravana a la aldea, Kamdida miró a su nuevo hogar con desolación. Estaba acostumbrada a los bosques del norte, donde vivía la familia de su padre. Aquí no había sombra alguna, el agua escaseaba y ante ella se abría un cielo enorme. Parecía una tierra muerta.

La familia de su madre la había acogido tanto a ella como a su hermano pequeño, Nevith. Aunque eran muy amables con los huérfanos, Kamdida se sentía muy sola en aquel extraño pueblo. No supo lo que era tener una amiga hasta que conoció a una anciana argoniana que trabajaba en la planta de agua. Se llamaba Sigerthe y, por lo visto, su familia había vivido en Lorikh siglos antes de que llegasen los dwemer, cuando todavía era un hermoso y espeso bosque.

«¿Por qué murieron los árboles?», le preguntó Kamdida.

«Cuando solo había argonianos en esta región, no talábamos árboles, pues no necesitábamos leña para combustible ni estructuras de madera como las que utilizáis vosotros. Cuando llegaron los primeros dwemer, les permitimos usar las plantas, siempre y cuando no tocaran a los hist, pues eran árboles sagrados para esta tierra y para nosotros. Durante muchos años, vivimos en armonía y a nadie le faltó de nada».

«¿Y qué pasó?».

«Algunos de vuestros eruditos descubrieron que destilando, moldeando y secando la savia de un determinado árbol, se podía crear un tipo de armadura muy fuerte a la que llamaron resina», dijo Sigerthe. «La mayoría de los árboles que crecían aquí tenían muy poca savia en las ramas, al contrario que los hist. Muchos de los árboles sagrados rezumaban savia, lo que despertó la codicia de los mercaderes dwemeri. Contrataron a un leñador llamado Juhnin para que talara los árboles sagrados a cambio de dinero».

La anciana argoniana miró el suelo polvoriento, suspiró profundamente y continuó: «Obviamente, los argonianos nos opusimos. Era nuestro hogar y, si los hist desaparecían, ya no volverían a crecer. Los mercaderes recapacitaron, pero Juhnin decidió llevarnos la contraria por su cuenta. Un horrible y sangriento día nos demostró que era capaz de utilizar su prodigiosa habilidad con el hacha tanto contra la gente como contra los árboles. Partió en dos a todo argoniano que se interpuso en su camino. Los dwemer de Lorikh cerraron las puertas de sus casas e hicieron oídos sordos a la masacre y los gritos».

«¡Qué horror!», exclamó Kamdida.

«Resulta difícil de explicar», siguió Sigerthe, «pero las muertes de los nuestros no fueron tan dolorosas como las de nuestros árboles. Debes comprender que, para mi pueblo, los hist encarnan nuestro origen y nuestro destino. Acabar con nuestros cuerpos no tiene tanta importancia, pero destruir los árboles supone nuestra aniquilación. Cuando Juhnin blandió su hacha contra los hist, destruyó toda la región. Los manantiales se secaron, los animales murieron y todas las demás formas de vida que los árboles sustentaban desaparecieron. Todo se convirtió en un puro secarral».

«Pero ¿por qué seguís aquí? ¿Por qué no os fuisteis?», preguntó Kamdida.

«Porque estamos atrapados. Nuestro pueblo agoniza y yo soy de los pocos que quedamos. La mayoría no son lo suficientemente fuertes como para sobrevivir lejos de nuestros bosques ancestrales. Además, respirar el aroma del aire de Lorikh nos sigue dando la vida. Aun así, pronto habremos desaparecido todos».

Kamdida sintió cómo le brotaban las lágrimas. «Entonces me quedaré sola en este horrible lugar, sin árboles y sin amigos».

«Los argonianos tenemos un dicho», dijo Sigerthe, esbozando una sonrisa triste y cogiéndola de la mano. «La mejor tierra para cualquier semilla está en nuestro corazón».

Al abrir la palma de la mano, Kamdida vio una pequeña bolita negra. Era una semilla. «Parece muerta», dijo.

«Solo crece en un lugar concreto de todo Lorikh», explicó la anciana, «junto a una vieja choza en las colinas, a las afueras de la aldea. Yo no puedo ir porque el dueño intentaría matarme allí mismo. Como todo mi pueblo, estoy demasiado débil como para poder defenderme. Pero tú podrías acercarte y plantar la semilla».

«¿Qué pasará?», preguntó Kamdida. «¿Volverán los hist?».

«No, pero sí parte de su poder».

Esa misma noche, Kamdida salió a escondidas de su casa y se dirigió a las colinas. Sabía a qué choza se refería Sigerthe. Cuando ya estaba muy cerca, la puerta se abrió y un anciano fornido salió con un hacha al hombro.

«¿Qué haces aquí, niña?», preguntó. «Con esta oscuridad, te he tomado por un hombre lagarto».

«Me he perdido», contestó ella. «Estoy buscando el camino de vuelta a Lorikh».

«Pues por aquí no es».

«¿Me podría prestar una vela?», le preguntó Kamdida lastimeramente. «Llevo un rato caminando en círculos y me temo que sin luz volveré a pasar por aquí una y otra vez».

El viejo refunfuñó y se metió en casa. Kamdida aprovechó para escarbar en la tierra reseca y enterró la semilla tan profundamente como pudo. El hombre volvió con una vela encendida.

«Procura no volver por aquí», gruñó, «o te partiré en dos».

El hombre volvió al calor de su hogar. A la mañana siguiente, al despertar y abrir la puerta, se encontró con que un enorme árbol bloqueaba la salida. Cogió su hacha y le asestó un golpe tras otro, pero no consiguió abrir brecha en la madera. Lo intentó con tajos laterales, pero los cortes se cerraban solos. Lo intentó con golpes verticales, pero la madera cicatrizaba al instante.

Pasó mucho tiempo hasta que alguien descubrió el cuerpo del viejo Juhnin, que yacía inerte ante su puerta y aún con su hacha rota y roma en las manos. Nadie comprendió qué podía haber estado talando, aunque empezaron a circular rumores de que habían encontrado savia de hist en el filo del hacha.

Poco después, pequeñas flores del desierto empezaron a brotar en el árido suelo del pueblo. Los hist no volvieron, pero al anochecer, las sombras de los grandiosos árboles se proyectaban sobre las calles de Lorikh.

Nota del editor:
«La semilla» es uno de los relatos de Marobar Sul del que se conoce su procedencia. Pertenece a la tradición oral de los esclavos argonianos del sur de Morrowind. Marobar Sul se limitó a reemplazar a los dunmer por los dwemer y le bastó asegurar que había encontrado el relato en unas ruinas dwemer. Posteriormente, incluso llegó a afirmar que la versión argoniana era una mera adaptación de su «original».

Resulta más que evidente que Lorikh no es un nombre dwemer. Además, no se tiene constancia de haya existido ningún poblado con ese nombre. De hecho, es un término que se solía utilizar de forma incorrecta para referirse a los dunmer en las obras de Gor Felim. Las versiones argonianas de esta historia suelen ubicarse en Páramo de Vvarden, normalmente en la ciudad telvanni de Sadrith Mora. Por supuesto, los «eruditos» del templo Zero aducirán que este texto tiene relación con «Lorkhan» simplemente porque el nombre de la aldea comienza con la letra «L».

Apariciones[]

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