Elder Scrolls
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Skyrim[]

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Hace cinco siglos, en El Duelo, la ciudad de las gemas, vivía una viuda ciega con su único hijo, un joven alto y apuesto. Era minero, profesión que también ejerciera su padre, peón en las minas del señor de El Duelo, dada su escasa destreza con la magia. El trabajo era digno, pero el jornal escaso. Su madre vendía los pasteles que ella misma elaboraba en el mercado de la ciudad para ganarse el pan, lo que a duras penas lograba. Según ella, mal no les iba: tenían suficiente para llenarse el estómago, más de un sayal al día no iban a lucir, y el tejado solo les goteaba cuando decía de llover. Pero Symmaco aspiraba a más. Esperaba a que la suerte le sonriera en las minas, lo que le reportaría un suculento premio. En sus ratos libres, se iba a la taberna a echar unas cartas con los amigos, acompañado de una buena cerveza. También llamaba la atención de más de una hermosa moza elfa, aunque estas no consiguieran mantener su atención por mucho tiempo. Era el típico elfo oscuro, joven y de origen campesino, que tan solo llamaba la atención por su tamaño. Se rumoreaba que por sus venas corría algo de sangre nórdica.

Sus treinta años coincidieron con el nacimiento de la hija de los señores de El Duelo. El populacho aclamó el nacimiento de la reina, pues entre los habitantes del lugar el alumbramiento de una heredera es señal segura de paz y prosperidad.

Cuando llegó el momento del rito real del bautizo, cerraron las minas y Symmaco corrió a casa a bañarse y vestirse con sus mejores galas. "Enseguida vuelvo a casa y te cuento", prometió a su madre, que no podía ir. Estaba enferma y, aparte de que habría demasiada gente, pues todo El Duelo estaría presente en tan agraciada ocasión, su ceguera le impediría ver gran cosa.

"Hijo mío", dijo. "Antes de partir, búscame a un sacerdote o curandero, por si en tu ausencia hubiera de pasar a mejor vida".

Symmaco se sentó en su camastro y notó con preocupación que la frente le ardía y que respiraba débilmente. Soltó un tablón del suelo bajo el que escondían sus pocos ahorros. Apenas si tenían para pagar a un sacerdote que la sanase. Habría de pagar todo cuanto tenían y pedir que le fiasen el resto. Symmaco agarró su manto y se marchó rápidamente.

Las calles estaban repletas de gentes que se apresuraban para llegar a la arboleda sagrada, pero los templos estaban cerrados a cal y canto. "Cerrado por las ceremonias", decían los carteles.

Symmaco se abrió paso a codazos entre la muchedumbre y se las apañó para alcanzar a un sacerdote que vestía una toga parda. "Cuando concluya el rito, hermano", dijo el sacerdote, "y eso si tienes oro; entonces atenderé gustoso a tu madre. Milord nos ha pedido a todos los clérigos que asistamos y no tengo ni la menor intención de ofenderle".

"Pero mi madre está gravemente enferma. Seguramente Milord no echará en falta a un humilde sacerdote", suplicó Symmaco.

"Es cierto, pero el archicanónigo, sí", replicó azorado el sacerdote, soltando su toga de las manos de Symmaco, para después perderse entre la multitud.

Symmaco probó con otros sacerdotes, e incluso con unos cuantos magos, sin mejor suerte. La guardia armada marchaba por la calle y lo apartó de un empujón con las lanzas, lo que era señal de que el cortejo real se aproximaba.

Conforme pasaba el carromato que traía a los dignatarios de la ciudad, Symmaco salió de entre la multitud y gritó: "¡Milord, Milord! ¡Mi madre se está muriendo!"

"¡Le prohíbo que se muera en tan gloriosa noche!", gritó el lord, riendo y lanzando al público monedas. Tan cerca estaba Symmaco que sentía el olor a vino del aliento del monarca. Al otro lado del carromato, su esposa acurrucó a la criatura contra su pecho y, bufando enojada, se dirigió con mirada incisiva a Symmaco.

"¡Guardias!", gritó. "Llevaos a este zoquete". Unas ásperas manos agarraron a Symmaco y, tras apalearlo, lo abandonaron en un arcén.

Symmaco, con la cabeza dolorida, siguió tras la muchedumbre y presenció el rito del bautizo desde lo alto de una colina. Desde allí, se divisaban al fondo las togas pardas de los clérigos y las azules de los magos congregados junto a la familia real.

Barenziah.

El nombre llegó a sus oídos como un susurro, mientras el sumo sacerdote elevaba a la niña envuelta en paños y la presentaba a las lunas gemelas a ambos lados del horizonte: Yone saliente y Yode poniente.

"¡Aquí tenéis a Barenziah, hija de El Duelo! Bendecidla y guiadla, dioses bondadosos, para que rija sabiamente los destinos de su pueblo, su juicio y su bien común, a sus familiares y a los suyos".

"Bendita sea, bendita sea", coreaba el pueblo junto con sus señores, con los brazos en alto.

Tan solo Symmaco permanecía callado y cabizbajo, pues presentía que su madre había muerto. Y para sus adentros juró solemnemente que sería la maldición de su señor y que, en venganza por la estéril muerte de su madre, Barenziah se casaría con él y los nietos de su madre nacerían para gobernar El Duelo.


Tras la ceremonia, contempló impávido cómo la comitiva real regresaba a palacio. Vio al sacerdote con el que habló primero. Todo satisfecho, volvía a por el oro de Symmaco y por la promesa de mayores ganancias.

Hallaron a la madre muerta.

El sacerdote suspiró y agarró la bolsa con las monedas de oro. "Lo lamento, hermano. Parece que no puedo hacer gran cosa, así que te perdono el resto del oro".

"¡Devuélveme mi dinero!", gruñó Symmaco. "¡Nada hiciste para ganártelo!", dijo levantando su brazo derecho de forma amenazadora.

El sacerdote se echó atrás y, cuando casi iba a maldecirlo, Symmaco le asestó un golpe en la cara sin que aquel llegara a decir tres palabras. Se desplomó y se golpeó la cabeza con una piedra del hogar. Murió al instante.

Symmaco agarró el oro y se fue de la ciudad. Conforme huía, no paraba de repetir una misma palabra, como si de un encantamiento se tratara. "Barenziah", decía. "Barenziah, Barenziah".


Asomada a un balcón de palacio, Barenziah contemplaba a los soldados deambular por el patio con sus deslumbrantes armaduras. Al momento, formaron a la perfección y jalearon a sus padres, los señores, que salían del palacio, ataviados con armaduras de ébano y largas capas de color púrpura. Les trajeron unos corceles color azabache y espléndidamente engualdrapados, con los que cabalgaron hasta las puertas del patio. Desde allí, se volvieron para saludarla.

"¡Barenziah!", gritaban. "¡Adiós, querida Barenziah!"

La niñita contuvo las lágrimas y saludó valientemente con una mano, mientras que con la otra aferraba contra el pecho un animal disecado, un cachorro de lobo gris de nombre Wufo al que quería mucho. Era una sensación nueva, pues jamás se había separado de sus padres. Sí sabía que había una guerra y que no cesaban de nombrar a un tal Tiber Septim, al parecer odioso y despreciable.

"¡Barenziah!", gritaron los soldados, alzando las lanzas, espadas y arcos. Sus queridos padres dieron media vuelta y se alejaron cabalgando. Les siguieron los caballeros hasta que el patio quedó casi vacío.


Tiempo después, la niñera despertó un día a Barenziah de súbito, la vistió apresuradamente y se la llevó fuera de palacio.

Lo único que recuerda de aquellos difíciles tiempos era una gigantesca sombra de ardientes ojos que cubría los cielos. La pasaron de mano en mano. Soldados forasteros venían, se iban y, a veces, volvían. Su niñera desapareció y fueron unos extraños quienes la cuidaron, algunos más extraños que otros si cabe. Se pasó días e incluso semanas viajando.

Una mañana se despertó y salió del carro. Hacía frío, y ante sí había un gran castillo de piedra gris en medio de unas infinitas colinas verdes cubiertas de nieve grisácea. Apretó a Wufo contra su pecho con ambas manos y se quedó quieta, atónita y temblorosa. El día amaneció nublado y Barenziah se sentía diminuta y oscura en la inmensidad de aquel inabarcable paraje de grises y blancos.

Junto a Hana, una doncella de piel morena y pelo negro que desde hacía semanas la acompañaba, se adentró en la fortaleza. En una de las salas había una enorme mujer de piel blanca grisácea y pelo dorado y canoso junto a una chimenea. Miró espantada a Barenziah con sus ojos azules claros.

"¡Qué negra es!", le dijo a Hana. "Jamás había visto a una elfa oscura".

"No sé mucho de ellos, mi señora", replicó Hana. "Pero esta es pelirroja y sé de buena tinta que tiene un genio como pocas. Así que tenga cuidado porque, como poco, muerde".

"Ya le quitaré yo las malas costumbres", dijo la mujer desdeñosamente. "Y esa cosa asquerosa que lleva, ¿qué es? ¡Puff!". La mujer le quitó a Wufo y lo tiró a las llamas.

Barenziah gritó y, si no hubiera sido porque la agarraron, se habría tirado a rescatarlo. En el intento, mordió y arañó a sus captores. Del pobre Wufo no quedó más que un montoncito de cenizas chamuscadas.


Barenziah creció como esqueje injertado en jardín skyrimiano, bajo la custodia del conde Sven y la condesa Inga. Por fuera, era pura emoción, pero en su interior sentía un vacío helado.

"La he criado como si fuera mi propia hija", susurraba complaciente Inga cuando cotorreaba con las vecinas que la visitaban. "Pero es una elfa oscura. ¿Qué se puede esperar de ella?"

Barenziah no tenía la intención de escuchar tales pláticas, o eso pensaba ella, pero tenía el oído más aguzado que sus anfitriones nórdicos. A veces se dejaba ver su carácter de elfa oscura, pues también mentía, robaba y hacía magia sin venir a cuento, ora lanzando llamas, ora levitando. Y, al hacerse mayor, fue interesándose por los hombres, ya fueran jóvenes o adultos, que tanto placer le podían reportar y, para su sorpresa, también presentes. Inga desaprobaba dichas inclinaciones por poco comprensible que le pareciera a Barenziah, por lo que hizo cuanto pudo para mantenerlas tan en secreto como fuera posible.

"Se le dan muy bien los críos", añadió Inga, haciendo alusión a sus cinco hijos, todos menores que Barenziah. "No creo que deje que les hagan daño". Emplearon a un tutor cuando Jonni tenía seis años y Barenziah ocho, y ambos se educaron juntos. También habría querido adiestrarse en el manejo de las armas, idea que escandalizaba al conde Sven y a la condesa Inga. Así que le dieron a Barenziah un pequeño arco para que practicase el tiro al blanco con los chicos. Cuando podía, los veía practicar, y cuando la ausencia de los mayores así lo permitía, se adiestraba con ellos, a sabiendas de que era tan buena o mejor sus compañeros.

"Es un tanto orgullosa, ¿no?", le dijo al oído una de las señoras a Inga, y Barenziah, fingiendo que no escuchaba, asentía silenciosamente. No podía sino sentirse superior al conde y la condesa, y había algo de ellos que le repugnaba.

Más adelante se enteraría de que Sven e Inga eran primos lejanos de los últimos propietarios de la fortaleza de Llanura Oscura, por lo que todo encajaba. Eran impostores y no dignatarios. Al menos, no les habían educado para gobernar. Esta mera idea despertó una extraña furia hacia los condes, con una aversión que nada tenía que ver con el resentimiento. Terminó viendo en ellos unos insectos desagradables a los que se podía despreciar, mas no temer.


Una vez al mes venía un correo del emperador que traía una bolsita de oro para Sven e Inga y un saco de setas secas de Morrowind para Barenziah, su comida favorita. En dichas ocasiones, la acicalaban para que estuviera presentable (o, al menos, lo que Inga entendía por suficientemente presentable tratándose de una delgaducha elfa oscura) para conversar brevemente con el mensajero. Rara vez venía el mismo mensajero dos veces, pero todos ellos la miraban como el granjero que examina el ganado antes de llevarlo al mercado.

En la primavera de su decimosexto año, Barenziah percibió que el mensajero la miraba como si ya estuviera lista para vender. Tras pensarlo, resolvió que no quería que la vendiesen. El grandullón de Straw, mozo de cuadras joven y musculoso, además de desgarbado, amable, afectuoso y bastante ingenuo, llevaba semanas insistiéndole para que se escaparan. Barenziah le robó la bolsa de oro al mensajero, se llevó las setas de la despensa, se disfrazó de muchacho con una de las viejas túnicas de Jonni y un par de pantalones de montar gastados, y así, una hermosa noche de primavera, se fue con Straw. Se llevaron las dos mejores monturas del establo, y cabalgaron y cabalgaron hasta el alba en dirección a Carrera Blanca, la ciudad más cercana de cierta fama y el lugar al que Straw quería ir. Pero El Duelo y Morrowind también estaban al este, y atraían a Barenziah como un imán.

La insistencia de Barenziah les llevó a dejar los caballos por la mañana. Sabía que los echarían en falta y los seguirían, de ahí que tuviera la esperanza de despistar a quienes les pudieran perseguir.

Continuaron a pie hasta la caída de la tarde por caminos secundarios y durmieron unas horas en una choza abandonada. Prosiguieron al anochecer y llegaron a las puertas de la ciudad de Carrera Blanca antes de que amaneciese. Barenziah le había preparado un salvoconducto a Straw, un documento falso con un recado referente al templo de la ciudad para un señor del lugar. Con un hechizo de levitación, logró deslizarse por la pared. E hizo bien, porque resultó que los guardias de la puerta habían recibido el aviso de velar por si veían a una joven elfa oscura y un mozalbete nórdico que viajaban juntos. Por otro lado, ver a pueblerinos como Straw viajando solos era de lo más corriente. Solo y con documentación, sería harto improbable que llamase la atención.

Su sencillo plan fue como la seda. Se reencontró con Straw en el templo, no lejos de la puerta. Ella conocía Carrera Blanca de haberla visitado antes, pero Straw apenas había salido unos cuantos kilómetros de la hacienda de Sven, donde incluso nació.

Juntos emprendieron el viaje hasta una posada de aspecto ruinoso en los arrabales de la ciudad. Los guantes, capa y capucha que la resguardaban del frío matutino ocultaban la oscura piel de Barenziah y sus ojos rojos, por lo que nadie se fijó en ella. Entraron en la posada por separado. Straw le pagó al posadero un cuarto para él solo, una copiosa cena y dos jarras de cerveza. Barenziah entró unos minutos después.

Comieron y bebieron con alegría, felices de su fuga, e hicieron el amor vigorosamente en el estrecho catre para después caer rendidos en un sueño sin sueños.


Se quedaron una semana en Carrera Blanca. Straw ganó algo de dinero haciendo recados mientras Barenziah asaltaba casas en la noche. Siguió disfrazándose de muchacho, y se cortó y tiñó el pelo de negro para pasar aún más desapercibida; además, evitaba llamar la atención en la medida de lo posible, pues había pocos elfos oscuros en la localidad.

Un día, Straw les consiguió un trabajo por jornales en una caravana mercantil con destino al este. El sargento manco la miró con cara de duda.

"Eh", dijo riendo entre dientes, "¿Elfo oscuro? ¡Esto es como poner al lobo a guardar las ovejas! De todas formas, me faltan manos, y pasamos bien lejos de Morrowind como para que nos vendas a los tuyos. Y, en mi tierra, tanto le da a los bandoleros rebanarte el pescuezo a ti que a mí".

El sargento se volvió a Straw con gesto de aprobación. Fue entonces cuando se giró bruscamente hacia Barenziah, espada en mano. Pero, visto y no visto, la elfa sacó la daga y se puso en guardia. Straw desenvainó el cuchillo y se colocó detrás del hombre. El sargento soltó el arma y volvió a reír.

"No está mal, muchachos. ¿Qué tal se te da el arco, elfo oscuro?". Barenziah no tardó en demostrar su maestría. "Pardiez, ¡qué bueno! Montarás guardia por la noche y estarás atento todo el rato. Un elfo oscuro de confianza hace con el enemigo lo que quiera. Lo sé de buena tinta. Serví al mismísimo Symmaco antes de que perdiera el brazo y me dieran por inválido en el Ejército Imperial".

"Podríamos traicionarles. Conozco gente que pagaría bien", dijo Straw la última noche que pasaron en la destartalada posada. "O robarles nosotros mismos. Esos merchantes son muy ricos, Berry".

Barenziah se rió. "¿Y qué íbamos a hacer con tanto dinero? Además, necesitamos su protección tanto como ellos la nuestra para llegar adonde vamos".

"Podríamos comprarnos una granja, Berry, y asentarnos allí".

¡Campesino! pensó Barenziah. Straw era de campo, y sus aspiraciones, las propias de campesino. "Aquí no, Straw, seguimos estando muy cerca de Llanura Oscura. Más al este seguro que encontramos algo", respondió ella.


El lugar más oriental al que llegó la caravana fue Guardia Solar. El emperador Tiber Septim I se había empeñado en construir unas vías relativamente seguras y vigiladas con regularidad. Pero los peajes eran elevados, y esta caravana en concreto iba por rutas secundarias para evitar abonarlos, lo que les exponía a los salteadores de caminos, tanto humanos como orcos, y a las bandas de bandidos errantes. Mas el comercio y sus beneficios suelen acarrear estos riesgos.

Antes de llegar a Guardia Solar, sufrieron dos contratiempos: una emboscada de la que el agudo oído de Barenziah avisó con bastante anticipación como para rodear y sorprender a los merodeadores, y el asalto nocturno de una banda de khajiitas, humanos y elfos del bosque. Estos últimos formaban una diestra camarilla y ni la misma Barenziah les oyó con antelación suficiente como para avisar. La pugna fue feroz. Los asaltantes fueron expulsados, pero dos guardias de la caravana cayeron y Straw se llevó un grave corte en el muslo, antes de que él y Barenziah lograran degollar al khajiita.

A Barenziah le gustaba este tipo de vida. El bruto del sargento le cogió afecto, y se pasaba casi todas las noches sentada ante la hoguera oyéndole contar historias de las campañas de Morrowind con Tiber Septim y el general Symmaco. El sargento relató cómo Symmaco había llegado a general tras la caída de El Duelo. "Symmaco sí que es un buen soldado, aunque en Morrowind no bastaba con ser buen soldado, ya me entiendes. Pero supongo que todo esto ya lo sabes".

"No. No, no me acuerdo", dijo Barenziah, con aire de indiferencia. "Me he pasado casi toda la vida en Skyrim. Mi madre se casó con un skyrimiano. Ambos fallecieron. Cuéntame, ¿qué le paso al señor y la señora de El Duelo?"

El sargento se encogió de hombros. "Jamás lo supe. Yo diría que los mataron. Hubo una gran contienda antes de firmar el armisticio. Ahora sí que hay paz, quizá demasiada. Parece la calma que precede a la tormenta. ¿Es que quieres volver?"

"Quizá", respondió Barenziah. A decir verdad, se sentía atraída hacia Morrowind y El Duelo como la abeja a la miel. Straw se daba cuenta y sufría por ello. De todas formas, ya era bastante infeliz al no poder yacer con ella, pues se suponía que era un muchacho. Barenziah también lo echaba en falta, pero al parecer no tanto como Straw.

El sargento quería que les acompañasen a la vuelta, pero les dio una prima cuando rechazaron la oferta y unos pergaminos de recomendación.

Straw quería asentarse permanentemente en las proximidades de Guardia Solar, pero Barenziah insistía en proseguir el viaje hacia oriente. "Soy la reina de El Duelo de pleno derecho", dijo, sin ni tan siquiera saber si era cierto o se trataba de una ensoñación propia de la niña perdida y confusa que fuera antaño. "Quiero irme a casa. Necesito irme a casa". Al menos, esto era verdad.


Transcurridas unas semanas prosiguieron su viaje hacia el este en otra caravana. A comienzos del invierno ya estaban en Riften, y cada vez más cerca de la frontera con Morrowind. Pero el tiempo había empeorado con los días y sabían que ninguna caravana más reanudaría su marcha hasta mediados de la primavera.

Desde las murallas de la ciudad, Barenziah contemplaba la profunda garganta que separaba Riften de la falda de la montaña nevada que guarecía a Morrowind.

"Berry", le dijo Straw suavemente. "El Duelo queda aún lejos, tanto como lo que llevamos recorrido. Además, las tierras que hay por medio son indómitas, están repletas de lobos, bandidos, orcos y criaturas peores. Tenemos que esperar hasta que llegue la primavera".

"Ahí está Torre de Silgrod," dijo Berry, refiriéndose al pueblo de elfos oscuros que surgió alrededor de un antiguo minarte de vigilancia fronteriza entre Skyrim y Morrowind.

"Los guardias del puente no me dejarán pasar, Berry. Son soldados imperiales profesionales. No hay quien los soborne. Si vas, será sola. No seré yo quien te detenga. ¿Cómo lo vas a hacer? Torre de Silgrod está repleto de soldados imperiales. ¿Te meterás a lavandera? ¿O te irás con la tropa?"

"No", contestó Barenziah con aire pensativo. La verdad es que la idea no le desagradaba del todo. Sabía que podría ganarse la vida acostándose con los soldados. Ya había tenido similares aventuras cuando, al atravesar Skyrim, se escabullía de Straw vestida de mujer. Tan solo buscaba un poco de variedad. Por cariñoso que fuera Straw, no dejaba de ser un soso. Se quedó asombrada (y gratamente) cuando los hombres a los que escogía le pagaban después. Esto entristecía a Straw, que no dejaba de gritar cuando la pillaba para después pasarse días enteros enfurruñado. Era bastante celoso, y en cierta ocasión la amenazó con dejarla. Pero ni lo hizo, ni podía hacerlo.

Se mirara por donde se mirara, los guardias imperiales eran brutales y Barenziah había oído historias de lo más desagradables durante sus caminatas. Las más horrendas las relataban los veteranos retirados del ejército, que alrededor de la hoguera de la caravana las contaban con orgullo. Se dio cuenta de que su intención era asombrarla a ella y a Straw, pero también sabía que había un punto de verdad en aquellos desaforados relatos. A Straw le desagradaba ese lenguaje tan procaz, pero más le desagradaba que ella lo oyera. No obstante, una parte de él se sentía fascinado por tales narraciones.

Barenziah lo sentía y animó a Straw a buscar a otras mujeres, pero él le respondió que no quería a nadie más que a ella. Barenziah le dijo con total sinceridad que no le quería, pero que le tenía más cariño que a nadie. "¿Y entonces, por qué te vas con otros?", le espetó Straw en cierta ocasión.

"No lo sé".

Straw suspiró. "Dicen que las elfas oscuras son así".

Barenziah sonrió y se encogió de hombros. "No sé. O a lo mejor sí... Me parece que sí que lo sé". Se volvió y le besó afectuosamente. "Otra explicación no puede haber".

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